En este desierto pedregoso e
irregular, las fatigas y el calor pasan de repente cuando encuentro un pozo de
los tres o cuatro que me habían dibujado. Es agujero en la tierra de unos tres
metros de diámetro, imposible de ver en su fondo más que negritud. Tiro una
piedra y hace un sonido extraño, no exactamente de agua, imagino que es fango.
No me preocupa, llevo mi agua casi
intacta, sólo tocada de modo obligatorio en mi achicharramiento interior con
las sardinas picantes, y de momento no necesito rellenarla con un agua
sospechosa.
El burro, por mucho esfuerzo que haya
hecho o que aún tenga que hacer, no necesita beber hasta el día siguiente, así
que no tiro mi cuerda y cubo, y reemprendo la marcha. Menos mal porque después
del viaje, de nuevo en casa, me enteraría que ese agujero, aunque también había
sido pozo, es en épocas recientes utilizado para tirar burros y demás animales
muertos por los habitantes, ocasionales o no, del valle.
Al cabo de un tiempo más de marcha
lenta y penosa, encuentro otro pozo, este sí, "señalizado" con un
montón de tierra y un tronco de palmera en ruinas, sobrevivientes de la antigua
estructura que facilitaba la extracción del agua. Me asomo con cuidado, se ve
el fondo cuarteado, más seco que una mojama. Menos mal que miro los pozos por
curiosidad y no voy buscando un agua necesaria.
En medio de esta quietud, el burro
empieza a rebuznar de manera brutal, señal de que ha visto otro burro, gente,
algo. Es como una alarma hecha de rebuznos, brutales, potentes, tanto que mi
hija, la primera vez que montó en uno y se puso a rebuznar, me miró muy seria y
me preguntó;
-¿Papá, va a explotar?
Porque realmente parece que así vaya
a ocurrir.
Tiene la ventaja de avisarte que hay
gente por delante. Y la desventaja de que también les avisa a ellos y “todo el
mundo” se entera que llegas. Y aunque desde el rebuzno no hago más que fijarme,
tardo en darme cuenta de que un hombre montado en otro burro se dirige hacia
mí, allá, a lo lejos.
Nos encontramos, guardamos una
distancia ritual, nos saludamos. Es un saludo largo, muy largo, protocolario,
incluso automatizado, hecho de preguntas y respuestas rápidas y cortas, propio
de estas regiones. Él lo conoce muy bien, como es natural. Yo me defiendo.
Estos monumentales saludos son muy útiles, pues para cuando terminan el ambiente
ya está caldeado, ya se rompió el hielo y se está más predispuesto a la
conversación. Es un hombre joven muy sonriente, me señala donde está su tienda,
por supuesto, no la distingo, y me invita a acompañarle a un pozo a por agua y
después a tomar el té en su tienda.
Pero antes de esto vivimos una
situación inesperada, y grotesca, al menos para mí.
Me cuesta mantenerme sobre mi burro,
ya que está muy nervioso y totalmente henchido de deseo sexual, no intenta más
que copular con el burro de mi nuevo amigo, la situación es ridícula, pues seguimos
los dos montados en ellos.
El descubrimiento de que mi burro es
gay no revestiría ni la menor importancia si no fuera porque nos pone en una
situación peligrosa.
Mientras yo intento que no me tire de
espaldas, mi burro, con atributos que
podríamos denominar descomunales, intenta saciar su deseo sin lograrlo, con el
peligro que los repetidos intentos suponen para mi nuevo amigo, porque si mi
burro errara en su objetivo…
Él logra durante un momento
separarlos a correazos, pero viendo su tenaz insistencia, me dice que le siga y
emprende a base de pellizcos un rápido trote a saltos, que ante mi asombro, mi
burro viejo y cansado, que no era capaz de andar mas que a cámara lenta y
desesperante, sigue con unas energías que el muy hijo de burra tenía guardadas
en alguna parte. Sí, ahí.
Me cuesta mantenerme encima de él, brincamos
a unas velocidades muy altas para el ritmo que había marcado la pauta del día,
el viento me da en la cara, vamos dando saltos, las nubes pasan veloces sobre
nuestras cabezas, levantamos hasta una nube de polvo y tierra, mi compañero
grita, le pregunto mientras galopamos si es que el suyo es una burra, me dice
que no, que es un burro, pero en la tienda tiene una burra y es la que huele el
mío, confundiéndose.
Bebemos del pozo y llenamos todo lo
que tenemos, en su caso, varios bidones, y nos dirigimos a su tienda, prepara
el té, hablamos como podemos. Es muy joven pero ya tiene cuatro hijos. Su mujer
y tres de ellos están en el pueblo, él está aquí junto con el cuarto
pastoreando las cabras, pero dice que hay poca hierba y que no se quedará
mucho. Tomamos té, dátiles secos, quesitos y pan. Al despedirnos me pide una
botella de plástico corriente Sidi Alí, por supuesto se la doy, me hace
prometer que la próxima vez que vuelva al Meit, le buscaré y visitaré.
Marcho pensando en el enorme valor de
un recipiente de plástico, sin agujerear, en estas latitudes, y digo sin
agujerear, porque aquí debido al uso continuado y extremo que se da entre
golpes de piedras y plantas duras y espinosas, antiguos bidones agujereados son
parcheados de manera muy efectiva con pinchos de palmera o de ramitas envueltas
en trocitos de bolsas de plástico a modo de tapones improvisados. Algunos
llevan varios de estos parches, no desechándose el bidón hasta cuando el
líquido que pierde no es algo escandaloso.
Poco después llego hasta la caseta de
la familia que me había servido de excusa para llegar hasta aquí. Está hecha de
tierra, techo con esqueleto de acacia y argán, sobre el que se pone plásticos y
tierra, tiene la habitación principal, con una puerta cerrada con llave, un
horno pequeño situado en el exterior justo al lado de la puerta, un corral
detrás, con un tronco de palmera y un techado derruidos, y una despensa algo
abierta al exterior con la muda de piel de una serpiente en una de sus paredes.
A pocos pasos enfrente de la puerta hay una estructura circular de espinas, y
al asomarme a ella veo un pequeño argán, protegido así de ser devorado por las
ocasionales cabras. Es un jardín acorazado.
Ellos, me confesaron al día
siguiente, no me habían dado ni la llave pues estaban convencidos de que no
encontraría la casa, cuando se la describo me miran con ojos asombrados, y la
abuela, muy contenta, me pregunta por el argán, con un gran cariño, como si
fuera un hijo.
El caso es que me da lo mismo no
poder entrar, quiero llegar a dormir a la mía y estoy muy lejos, las distancias
son muy engañosas, siempre parece que las cosas están más cerca de lo que en
realidad están. Estoy en la parte opuesta a las montañas por dónde bajé, pegado
a la cadena que da al Tissimi, el siguiente valle, gigante, indómito y
respetado, más duro y sin agua - exceptuando un tanofti -aljibe- de ocasional
agua fangosa, pero aún así fuente de litigios y luchas entre los Id
Brahim y los Ait Ussa, los habitantes de Assa. Los unos y los otros se dedican
de vez en cuando a hacer pozos allí con tal de reivindicarlo como propio, pozos
inútiles, de los que sólo sale piedras y tierra.
Es imposible que pueda volver por donde
vine, está demasiado lejos y está atardeciendo, calculo por la posición del
Taská, pico famoso en la zona de singular forma y altura, que sirve como una
perfecta referencia para la orientación, dónde está el lejano oasis, y decido
cruzarlo por lo que yo considero que es la línea más recta a mis intereses,
además veo una parte algo más baja de la sierra e imagino que debe haber un
paso.
Emprendo el regreso, estoy cansado,
pero me siento muy vivo, lleno de energía, la cabeza muy en calma, serena,
entramos en la hora mágica del atardecer, las moscas se ponen menos pesadas, el
burro despierta su marcha, voy alucinando con el paisaje sublime que me rodea,
pierdo el sendero y me meto en una trampa de piedras. Si monto, tengo miedo a
caer, y a que el burro se rompa algo, el avance es penoso, si voy caminando los
pies se me retuercen en las posturas más inverosímiles, golpeándome las
espinillas y tobillos con las piedras que remuevo. Continúo durante un buen
rato sin vislumbrar un camino que me permita salir del mar de piedras
embravecido.
El detector de presencia de mi burro,
vuelve a activar la alarma, rebuzna como si le fuera la vida en ello... veo
unos burros en hilera y dos hombres. Esta vez soy el que se dirige a ellos,
tardo en llegar un buen rato, nos separa un barranco difícil de cruzar, ya me
están esperando al otro lado. Nos damos la paz, y algunos saludos cordiales, me
doy cuenta que uno es sordomudo, ellos se dan cuenta que soy extranjero, les
pregunto si hay un paso por dónde imagino que debe haberlo, me dicen que sí,
ellos acaban de cruzar por allá, me dicen como llegar a él ya que debe hacer
mucho rato que me veían luchar en el mar de piedras. Me piden agua, no me queda
mucha, pero no digo nada y les doy, me dicen que apriete el paso, que me
alcanzará la noche pronto, nos despedimos y al poco rato he vuelto a perder el
sendero, yendo campo a través hacia las montañas.
Distingo el sendero y el paso por
donde debo cruzar, empiezo el ascenso, el sol se pone, cuando llego casi arriba
del todo, está totalmente oscuro y hace un frío tremendo, intento seguir, el
burro no quiere, debo ponerme delante y tirar de él, pero yo tampoco veo nada,
tengo miedo a despeñarme, hablamos de montañas abruptas y bastante grandes, de
una oscuridad profunda.
Tengo que pararme, me siento, estoy
helado hasta los tuétanos, no llevo chaqueta, ni linterna, no puedo seguir,
tengo un nudo en la garganta, me espera una noche muy larga, si al menos me
hubiera pillado antes o después de la montaña, pero justo cuando estaba arriba,
que tonto soy. Hace viento. Lo peor con diferencia, pienso, va a ser el frío,
no hay nada para quemar ni leña, ni plantas, nada, es imposible bajar en plena
oscuridad por ninguna de las dos vertientes. Me envolveré el cuerpo con parte
del turbante, ataré al burro a una roca, le quitaré la montura de esparto y me
tumbaré encima abrazándolo, pasaré la noche así si es necesario. Espero..., sigo
pensando una solución, titiritando, antes de decidirme a hacer todo esto.
-¿Qué hago?- Me pregunto.
-La cagaste chaval, vas a pasar una
nochecita de las guapas.- Me contesto.
Este desdoblamiento creo que es
típico de los viajeros solitarios. ¿No? ¡Qué alguien me diga que sí!
-Estoy cansado...
-Te aguantas y sigues adelante.
-Es que hace un calor...
-Haber elegido Groenlandia, ya sabes, un pie delante del otro y caminito.
-Estoy cansado...
-Te aguantas y sigues adelante.
-Es que hace un calor...
-Haber elegido Groenlandia, ya sabes, un pie delante del otro y caminito.
Una manera eficaz de hacernos compañía…Y en
el desierto, el diálogo interior puede hacerse en voz alta, no hay testigos que
te censuren con su mirada.
A veces me canso de tanta palabrería, cierro por vacaciones, y me pongo
música mental, -sí, también canto, ¿quién no?-, otras veces una
frase se me repite como un mantra, una y otra vez, sí es buena me da
fuerza, si
es mala, acabo con la cabeza cansada.
A
veces me sorprendo largos períodos de tiempo sin pensar nada o con los
pensamientos puestos al mínimo. Es cuando más disfruto. Nada como el desierto
para vaciar la mente y gozar de la mera existencia animal.
Aunque ahora mismo no estoy gozando.
Estoy en lo alto de un puerto de montaña, un estrecho sendero invisible en la
oscuridad, un burro que se niega a dar un solo paso, y un viento helado que
amenaza con dejarme tieso.
Y una promesa de una noche muy larga.
Al principio es sólo un ligero cambio
de matiz en el cielo estrellado, poco después como una tenue claridad, a
continuación un resplandor en el cielo, como una luz en el horizonte, por el
este, va aumentando de intensidad, de repente, lo veo más claro, veo salir un
trocito muy blanco, la luna está naciendo como un sol cuando amanece, por detrás
de lejanas montañas, majestuosa, no para de salir, está llena y es de una
blancura luminosa celestial, el paisaje cambia a mi alrededor, lo veo todo,
hasta los detalles de la llanura del Meit, hasta mi propia sombra, me emociono,
mi boca recita casi sin darme cuenta la primera azora del Corán.
Hasta mi burro parece más contento.
Le doy la orden de adelante, empezamos la bajada, se ve todo como si hubiesen
encendido la luz, como si fuera el día, pero un día especial, un ambiente
mágico, una caminata lunática.
Veo el sendero de bajada como un
gusano retorcido a mis pies, la llanura antes de llegar al pueblo llamada
Amagoún, y las primeras de las pocas luces que hay en el oasis, lejos, calculo
unos catorce kms.
Trato de animarle dándole la mitad
del pan que me queda, mientras ando me preparo la otra mitad con los dos
últimos quesitos, me lo como también en marcha, me preparo de fumar sin parar
de andar, pongo música, me permito llevar colgado del cuello del burro una
grabadora para estos menesteres.
Raïss M´barek Ayssar canta bajo las
estrellas y la luna, su música es todo lo que me hacía falta, nada más, voy
dando palmas, "si el sendero es demasiado duro, toma tus piernas así...,
si el sol aprieta muy fuerte, toma tus piernas así...,"
Soy feliz, estoy tan cansado
que me siento pletórico, imparable, podría caminar hasta Mauritania, llego a la
cinta de asfalto, al poco me duelen mucho las piernas, decido atajar por la
tierra, me meto en algún pequeño laberinto de barrancos,
consigo salir de ellos...
A las cuatro de la mañana llego, en
silencio, a casa.
Al día siguiente, en el desayuno,
entre el bullir del té en la brasa, el olor a pan casero, y el sonido cercano
de hogareños arrullos familiares, alguien, entre risas, me dice:
-¡Pensábamos que te habían comido las hienas!-
Y unas manos femeninas me arañan el
cuello imitando el mordisco de la bestia...
La suavidad y la dulzura de un oasis
sólo se aprecian de verdad después de una ruda travesía por el desierto.
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